Nací y crecí en Venezuela, en una época en que la mayoría de las familias podía contratar personal para realizar las tareas de la casa y cuidar a los niños cuando regresaban de la escuela. Esta ayuda era muy necesaria para nosotros porque soy hija de profesionales universitarios que han trabajado hasta el día de hoy. Recuerdo que en vacaciones escolares, mamá nos pedía colaborar con el personal en la limpieza y orden de toda la casa, pero jamás nos permitió cocinar. Mis padres sentían temor de que mi hermanita o yo pudiéramos quemarnos o tener algún accidente en la cocina. El tema de las tareas del hogar jamás generó preocupación en mi entorno familiar.
Cuando viajé al exterior a estudiar ingles y luego mi posgrado, tuve que llevar mi casa y aprender a cocinar. Pero realmente, no era tan difícil porque vivía sola y mi única obligación era estudiar. Así que tenía tiempo para todo.
Luego me casé en Venezuela. Mi esposo y yo también somos profesionales, trabajábamos y teníamos la fortuna de contar con ayuda en casa y para atender a los niños. Así que, realmente, las tareas del hogar sí se convirtieron en un gran tema hace cinco años, cuando emigré a Estados Unidos con toda la familia.
Aquí tocó empezar de cero, estudiar, trabajar, ocuparse de la casa, los niños, las tareas, el fútbol de Gabriele, el baile de Amanda y, entonces, tuve que pasar de ser la gerente que supervisaba el trabajo de otros a ser: Soy-la. Sí, ¡Soy-la que hace esto, aquello, y todo lo demás también! Pronto, el agotamiento, el mal humor, la frustración de no poder hacer las cosas con el nivel de excelencia que me gusta e incluso, muchas veces, ni siquiera alcanzar a hacerlas, estaba acabando conmigo. Mi familia era una máquina de producción de basura, platos y ropa sucia. Ni hablar de la faena en la cocina -nada fácil- siendo que, ése, claramente, no es mi fuerte. Ya no tenía ni siquiera creatividad para inventar qué hacer de comer. No existía tolerancia alguna al “no quiero”, “no me gusta”, “tiene poca sal”, “está quemado”. En fin… Lo más estresante, la carrera de un lugar a otro. ¡Era una absoluta locura! Entonces, buscar una solución a la carga que implicaba cumplir con todas mis responsabilidades y las tareas de la casa se volvió una prioridad para mí. Era tal el nivel de estrés, que mi esposo molestaba a mi mamá, quien todavía vive en Venezuela, diciéndole que yo extrañaba más a la señora que nos ayudaba, que a ella.
Entonces, vino el plan para buscar una solución urgente. Tuvimos que sentarnos en familia a revisar la situación y tomar decisiones. Todos tendríamos que asumir las tareas de la casa, según la edad, capacidades y, en lo posible, tomando en cuenta las preferencias. Cada uno se haría cargo de su cuarto y baño. Todos mantendríamos ordenadas las áreas comunes de la casa. Nada de desorden, cosas tiradas o fuera de su lugar. Papá se ocuparía de la cocina porque le encanta hacerlo y, además, cocina muy bien. El único lugar permitido para comer era la cocina. Yo me encargaría de la ropa. Un día a la semana, vendría alguien a ayudarnos con la limpieza profunda y si no podía venir, como ahora en cuarentena, el fin de semana, la haríamos nosotros. Mientras uno de nosotros aspiraba las alfombras, otro limpiaba el piso, alguien limpiaba los muebles, los baños, la cocina, el patio, en fin.
Y el plan resultó. Todo el trabajo no recaía en una sola persona. Ya yo no estaba agotada ni de mal humor. Terminábamos mucho más rápido y teníamos tiempo para hacer cosas juntos y de manera individual. Trabajábamos en equipo. Cada uno cooperaba y asumía su compromiso y responsabilidad con la casa y la familia. Eran valores muy importantes que merecía el esfuerzo reforzar. Aprendí a manejar efectivamente mi tiempo. Me turnaba con mi esposo y una vecina para llevar y buscar los niños al colegio. Ya podía asumir mi parte en casa y además, estudiar, trabajar, dedicarme a actividades de responsabilidad social, ayudar a los niños con sus tareas. Mientras yo llevaba a Amanda al baile, mi esposo llevaba Gabriele al fútbol. Ello, claramente, aumentaba la calidad de vida de todos en casa. El trabajo de cada miembro de la familia era reconocido y valorado de la misma manera y no tengo dudas de que estamos preparando a los niños para el momento en que sean independientes o decidan hacer familia.
Para mí, el modelo tradicional que compromete a los hombres a asumir el rol productivo y la mujer, trabaje o no, a encargarse sola de las tareas de la casa y el cuidado de sus familiares, no es sostenible en el tiempo.
Como mujer y madre siento una obligación moral, y trabajo muy duro todos los días, para lograr que para mi esposo, mi hijo y mi hija, sea natural que todos como seres humanos tengamos los mismos derechos, obligaciones y oportunidades; asumir obligaciones en casa; prepararse; desarrollarse en el ámbito que elijan voluntariamente, según su pasión y habilidades; ocupar su lugar en la sociedad, servir y dejar huella, sin diferencias o discriminación.
Tras agradecerte infinitamente que hayas leído esta confidencia tan mía, te invito a reflexionar sobre este tema y comenzar a tomar conciencia y acción en casa. Es el primer paso firme que podemos dar para consolidar el cambio que necesitamos y procurar mayor bienestar a las generaciones futuras.
Wow me sentí tan identificada con tu artículo, muy cierto yo he estado pasando por lo mismo, este artículo lo leímos en familia y lo pondremos en práctica, excelente organizarnos con los roles y deberes en casa, Para que todos tengamos un plan de acción Es tan necesaria en esta cuarentena. Gracias por compartir esa esa luz que necesitamos en estos momentos.